No es una metáfora: La ausencia duele. Una garra, acero y tendones, te prensa el pecho, robándote el aliento; te exprime hasta la última gota del alma. No puedes respirar, todo se torna oscuro y eres incapaz de pedir ayuda: las palabras no logran escapar, naufragan. Sólo te salva de esa noche inquieta el puerto de una mirada, el bálsamo de un abrazo.
Y eso es lo que ella requería, sola y lejos al recibir la noticia; sola y lejos, sin la posibilidad de aferrarse a la ráfaga de pésames del funeral. Era la ausencia de su abuelo la que la asfixiaba, la idea de ya no volverlo a ver; era el miedo de que los recuerdos huyeran en estampida, destruyéndolo todo a su paso; búfalos de besos, sonrisas y canciones.
En esa angustia, una orquesta liberó unos acordes que la arrastraron a su casa, a su niñez. El remolino de las voces de la calle amainó, y la fina lluvia de la música la empapó toda. Cerró los ojos y se imaginó a su abuelo tocando la filarmónica esa canción.
En ese mismo instante, a miles de kilómetros de esa plaza, su tía destripaba entre lágrimas fotos y videos de su celular. No había querido abrir la puerta que comenzaba a crujir de los mensajes de condolencias; tenía miedo que, al leerlos, la ausencia, su ausencia, se hiciera realidad y la sepultara en la tristeza, domada aún por la negación.
Encontró el video de su papá tocando la canción, y se lo compartió a sus hermanas. El archivó voló como mariposa: de su celular al de sus hermanas, y del de sus hermanas, a los de sus sobrinas y sobrinos; una añoranza exponencial. Dos de las remitentes estaban en otro país, unidas con ese hilo de la pérdida. Las primas intentaban reconfortarse compartiéndose el secreto de los recuerdos.
En ese intercambio de lágrimas a distancia, una de ellas le envió el video de la orquesta de la plaza y la otra el de su abuelo tocando esa misma canción; los archivos se cruzaron en esa travesía instantánea, en la carretera invisible del azar. La música, entonces, se transformó en abrazo, en mirada, en despedida.
Te ves feliz de encontrarme…, dice la letra de la canción. Ellas se vieron felices de encontrarlo. Y supieron, en esa tormenta de incertidumbres, que su abuelo siempre estaría con ellas, siempre; esa certeza es su legado.
¿Cómo reconfortar a alguien cuando estás destrozado por dentro? En esas horas de pensamiento mágico, las palabras se enredan, las frases se hacen nudo; no logras articular la compasión, la ternura naufraga. Ustedes sintieron un amor que yo nunca sentí, les dije a mis hijas, recordándoles que cuando yo nací ya habían fallecido mis dos abuelos. Y, además, el de ustedes no fue cualquier abuelo: fue el mejor abuelo que pudieron haber tenido.
Y es verdad. Don Ermilo Sánchez Vega fue el mejor abuelo que he conocido. Y el mejor esposo, el mejor padre, y, claro, el mejor suegro. Tanto que, aún muerto, encontró la manera de consolar a sus nietas que se encontraban solas y lejos. Yo igual siento ahora su presencia, anclando mi duelo en la alegría de los momentos que compartimos. Su ausencia se acomodará poco a poco, anidando en ese lugar donde duele bonito.