Leer a Darwin en el Centenario

Leer a Darwin en el Centenario

24/09/2024

Por Pablo A. Cicero Alonzo


Podrían haber salido de debajo de cualquier puente, como suelen hacerlo los troles, pero venían de tres salones de primero de primaria. Todos uniformados con jersey rojo, chillaban, corrían sin dirección, se empujaban unos a otros; esquivaban los látigos de tías que intentaban pastorearlos. Su olfato atrofiado por generaciones los guió, sin embargo, directo a la jaula del chimpancé.

Eran más de cien niños los que se arremolinaron enfrente; comenzaron a gritar, contorsionándose, como poseídos. La mona salió poco a poco de las sombras, visiblemente asustada. Los decibeles subieron, así como la intensidad de los movimientos de la horda. La mona comenzó también a chillar, en respuesta.

Sentía una amenaza real. Ninguno le ofrecía comida, ninguno mostraba un gesto que no fuera una mueca. El animal se aterrorizó ante el despliegue de ira de esos pequeños simios desnudos, y les comenzó a tirar restos de comida: cáscaras de plátano y sandía, papayas en descomposición.

Tras la barrera, en donde se sentían a salvo, los niños intensificaron sus gritos, y comenzaron a imitar a la bestia, encorvándose, dando pequeños, torpes saltos, tratando de balbucear ululatos y gruñidos; una regresión colectiva de la especie. La mona no encontró más munición vegetal y comenzó a tirar excrementos. Los monigotes de rojo eran blanco fácil.

Este cambio de artillería, por alguna parafilia extraña, excitó aún más a los estudiantes, que le subieron varias rayitas a su ofensiva gutural. La batalla en esa selva artificial concluyó cuando la prisionera defecó en su mano —una masa pastosa, humeante en ese frío enero— y la arrojó a una velocidad inaudita.

Con puntería de francotirador, el proyectil pasó entre las rejas y le dio de lleno en el rostro a uno de los niños que estaba en la primera fila del acoso. Tenía tanta fuerza esa mierda voladora que le volteó el rostro y lo tiró.

La jauría de niños quedó en silencio unos segundos. Como si fuera una quimera mitológica, todos al mismo tiempo miraron, primero, a ver a la mona, y, después, a su víctima. La olvidaron a ella y comenzaron a burlarse de su compañero. No se dieron cuenta cómo el animal, en silencio, les dio la espalda y regresó a un rincón, aún temblando.

Las tías intentaron domar a esos cachorros, primero con gritos, después jalándoles las patillas; no tuvieron éxito. La manada comenzó a apuntar y burlar al chico, noqueado de dolor y vergüenza. Un remolino de maldad infantil lo engulló durante varios años.

Eso lo atestigüé hace más de cuarenta años; escenas similares se han registrado durante décadas, protagonizadas por la chimpancé Suzy, en el zoológico del Centenario. Ella no es la única chimpancé que tira ráfagas de caca; es una conducta que se registra en la mayoría de los animales de su especie en cautiverio.

Según reportes hemerográficos, Suzy tiene mi edad, 48 años. El episodio que narré se registró en sus primeros meses en Mérida. Llegó al Centenario cuando tenía poco menos de diez años. Su origen es confuso: se menciona que pertenecía a una mujer extranjera, que vivía en Playa del Carmen. Nunca conoció su hábitat natural, del que seguramente fue arrancada siendo una cría.

Para ella, no hay más vida después de la jaula, y es probable que se se asuma como un ser humano, que por razones que no logra entender está encerrado. Su universo limita con los barrotes y con los gritos y muecas de quienes están detrás. La fascinación que causa la cautiva es que quienes la ven no ven a ella, ven un espejo.

El cautiverio de animales salvajes tiene muchos cuestionamientos morales, mismos que se han hecho más visibles en los últimos años. Sin embargo, en la medida de lo posible, se ha intentado limar la tragedia de Suzy, quien vive sus últimos años; la mona ya rebasó la expectativa de vida de los de su especie.

Uno de los esfuerzos para aliviar su reclusión fue encontrarle un compañero. Y así llegó Rocky, proveniente de otro zoológico de Puebla. Es más joven que Suzy, y también más agresivo. Uno de los objetivos de esta unión fue que tuvieran cachorros, pero el macho no ha mostrado interés sexual; justifican su inapetencia por un trauma que sufrió en su antiguo hogar.

La antigua jaula igual ha sido intervenida, dándole más espacio y distracciones a sus inquilinos. Durante la pandemia de coronavirus, se prohibió la visita al primaterio, por temor a posibles contagios; al fin y al cabo, hombres y chimpancés somos genéticamente iguales en un 98.7%. Tal vez esa fue una feliz cuarentena para ambos animales: Sin gritos, sin muecas; sin la frontera carente de respuestas de su pena.

En los últimos años se ha visto que la mona se ha atemperado; Suzy ya es una anciana. No le debe su nueva ecuanimidad a la lectura de las Meditaciones, de Marco Aurelio, sino a sus años y a su tristeza. Camina despacio, con todo el peso de la tierra sobre sus hombros; ya no le hace tanto caso a los monos lampiños que le gritan detrás de su cárcel; ya no tira caca.

Tengo un amigo que, desde hace años, tiene listo el obituario de la mona, que sin lugar a dudas será extrañada. Esos corajes que muchos atestiguamos no eran más que una forma de decirnos que no estaba bien que estuviera encerrada, lejos de su especie y de su hogar. Muchos hombres y mujeres igual se comunican tirando caca.

Ella, por su historia, hubiera sido incapaz de vivir en el hábitat de los chimpancés. Estaba condenada a ser, por siempre, una outsider, entre nosotros o entre los suyos. A Suzy sólo la liberará la muerte. Que sus últimos años sirvan para crear conciencia y no para entretenimiento; que sea el recuerdo —y el remedio— de esa postura bárbara de pensar que somos los amos de lo que nos rodea.