Por Pablo A. Cicero Alonzo
Nunca pensé que el auge y la caída se remitieran a algo tan banal como los dientes. Tenía unos caninos de lobo; unas muelas que abrían caguamas, hasta que uno a uno fueron remitiendo a mis miedos. Todo comenzó con la pandemia, cuando el terror se apoderó de mis sueños.
En los dos años en los que la incertidumbre se instaló en casa, todos mis temores se refugiaron en mi boca, cuarteando el marfil de la normalidad. Ante ellas, intentaba mostrar fortaleza, pero por dentro, como todos, me estaba derrumbando. Literalmente.
El saldo fue, en total, tres muelas y un colmillo. Una de las muelas se rompió a la mitad, con una presión —según calculó la doctora Milú— de varias decenas de kilogramos. Eso pesaba el miedo que se enquistó en mi dentadura; mordí la desesperanza. Estoy incompleto desde entonces.
Esos vacíos en la boca me obligan a recordar ese paréntesis, que mi memoria se niega ahora a recuperar; la amnesia de la ausencia. Fue real, me pregunto, en la víspera de estrenar esas piezas que se quebraron en el mar de angustias. Fue real, respondo, viendo fotografías en las que me parezco a mi padre.
En una época de vacas flacas, me relató mi madre, tu tía Candita me dio una bolsita de cuero y me pidió que fuera al joyero. No vi qué tenía la bolsa; me imaginé que monedas. Fui y el joyero tomó la bolsa y la abrió, en frente de mí.
De esa bolsa salieron incisivos, caninos, premolares y molares de oro, de distintos tamaños; pepitas de una mínima mina. Pertenecían a varias generaciones de sus familias, extraídos antes de que fueran enterrados; sumaron casi un cuarto de kilo, y permitieron a Candita y a sus hermanas salir del bache.
Tal vez, cree mi madre, en esa bolsa estaban las muelas de su padre, Moni, quien les enseñaba el brillo del oro en la oscuridad de su infancia. Tal vez. Tal vez no. Pero vale la pena creerlo, piensa, al recordar la anécdota. ”Mi padre ayudando a sus hermanas, aún cuando ya no estaba”.
Uno de mis tíos —Alfonso María, Poncho— perdió la vida en la pandemia, y mi madre perdió su sonrisa; su alma quedó desdentada. No hay día en el que no piense en él; habla con tu hija, me suplica. Yo no hablé con Poncho cuando estaba afuera, y hoy me arrepiento.
Tengo miedo que con mis nuevos dientes se borren los recuerdos de la pandemia, cuando realmente conocí a las personas que amo. Una época con su propio soundtrack, con This must be the place, de Talking Heads como apertura.
Ya en perspectiva, los vacíos en mi boca son cicatrices de una guerra olvidada; la evidencia que vencimos. No hubo reto mayor en las últimas décadas, y que continuemos aquí es ya ganancia. Aún con ausencias, mi sonrisa es la de un sobreviviente.
Quizás sean estas las últimas líneas que le dedico a esos años en los que vivimos tan intensamente. Quizás. Quizás pida que también me extirpen la última muela del juicio y los recuerdos de la cuarentena. Pero siempre quedarán las historias que escribí.
Y, tal vez, sólo tal vez, alguien junte esas historias y las atesore en una bolsa de cuero, para no olvidar cuando ya todo sea olvido. Tal vez, sólo tal vez, alguien la abra y encuentre la vida en una mínima mina.